Sara Bautista Espinel
CALDO DE PATACÓN para un viejo amor
Actualizado: 25 ene 2021
Ingredientes
2 plátanos verdes
1 cebolla
2 dientes de ajo
5 tazas de agua
4 huevos
1 cda de sal
Mantequilla
Aceite
Cilantro al gusto
Al despertar miró la hora en la pantalla de su celular, eran las 7:15 a.m. Hizo algunos cálculos mentales: según el itinerario de vuelo el avión llegaría en una hora y cinco minutos, sumado a la espera por el equipaje, más el tiempo de los trámites aduanales y el trayecto del taxi; tenía alrededor de dos horas y media. Tiempo suficiente para bañarse, vestirse, salir a hacer las compras y tener el desayuno listo antes de su llegada.
Preparó café y lo tomó sentado en la silla solitaria frente a la ventana mientras pensaba en lo mucho que había aprendido a disfrutar del silencio. Saboreó el último sorbo de café e inhaló una honda bocanada de aire. Se puso el abrigo, el tapabocas y salió a la calle.
Mientras caminaba por los pasillos del supermercado se preguntó, ¿por qué escogió ella, entre todos los desayunos posibles para su regreso, ese caldito? Ese día no tenía interés por los bananos dulces de cáscara pecosa que solía desayunar, ni por los plátanos maduros fritos que acompañaban al plato de frijoles que preparaba una vez al mes. Su objetivo ahora, era encontrar el mejor par de plátanos verdes del local para convertirlos en patacones.
Como primera medida hay que fijarse en el color ya que indica el punto de maduración preciso: su cáscara no puede ser de un verde oscuro que recuerde a una selva profunda pero tampoco puede tener ese tono amarillo pálido que ni fu ni fa. Otro detalle importante es la forma: para que puedan pelarse fácilmente, la cáscara no puede ser angulosa sino de apariencia redondeada.
Luego de encontrar los que considero más adecuados, buscó los otros ingredientes y los puso en la canasta: cebolla larga, ajos, un atado de cilantro, aceite y una cubeta de huevos. Al pasar junto al refrigerador, tomó una barra de mantequilla y un paquete de arepas amarillas, por si acaso.
Al volver a casa, colocó la olla a fuego medio, cortó un trozo de mantequilla y lo derritió mientras picaba finamente dos dientes de ajo y un trozo de cebolla larga que puso a sofreir en la mantequilla. Acto seguido agregó cinco tazas de agua a la olla, un par de cucharadas de sal y subió el fuego. En otro fogón, colocó un sartén hondo a fuego alto y lo llenó hasta la mitad con aceite. Se puso el delantal, agarró los plátanos que acababa de comprar, con la parte plana de la hoja del cuchillo le dio un par de golpes a las cáscaras para ayudar a soltarlas, cortó los extremos de cada plátano y con la punta del cuchillo les hizo una herida que los recorrió de cabo a rabo. Luego se valió del filo para separar levemente la cáscara hasta quitarla por completo.
Cortó los plátanos en trozos de casi tres dedos de alto y, cuando el aceite estaba caliente, los sumergió hasta cubrirlos casi por completo. Abrió las ventanas de par en par para ventilar el olor a fritura; buscó en la aplicación de música de su celular una lista de reproducción que empezó a sonar.
“Volver a verte la cara ciudad, despeinada por el viento invernal, Tantos proyectos, ay ay ay ay, ay, inconclusos incompletos...”. - cantó en voz baja.
Mientras cuidaba que los trozos estuvieran dorados para darles la vuelta y continuar su cocción; recordó cómo, al poco tiempo, entendió que con su partida los dos cambiaban de ciudad: ella, porque empezaba a vivir en una completamente nueva y él, porque esa ciudad en la que había vivido toda su vida se tornaba ahora desconocida.
Cuando los trozos estuvieron completamente dorados, los retiró del aceite, los escurrió para que no quedara aceite de más, y los aplastó usando la base de una taza para que adquieran esa característica forma floral que todo buen patacón debe tener. Luego los volvió a sumergir durante unos minutos en el aceite caliente para darles consistencia crocante. El agua en la olla ebullía salvajemente, por lo que empezó a sacar del aceite los patacones (que ya estaban bastante crocantes), los escurrió nuevamente y los sumergió uno a uno en el agua hirviente.
Limpió la mesa del comedor y la preparó para dos. Regresó a la cocina, cortó finamente el cilantro, lo puso en un cuenquito que había comprado en Puebla (México) y lo llevó al comedor. Luego, calentó dos arepas amarillas (por si llegaban a ser necesarias).
Miró la hora en la pantalla del celular: ya debía estar abordando el taxi. Apresuró la preparación mientras sentía que se aceleraba el palpitar de su corazón. Volteó las arepas, que ya tenían ligeras marcas oscuras por un lado. Los patacones en la olla se estaban empezando a desvanecer. Alistó los cuatro huevos que irían a parar al caldo. Marcó cuatro minutos en el cronómetro de la cocina y lo puso a correr. Quebró uno a uno los huevos y, para que no se rompieran en el proceso, los depositó a cada extremo de una cruz imaginaria que dibujó en la superficie de la olla.
Cuando el cronómetro de la cocina sonó, pudo escuchar un vehículo que se estacionaba frente a su edificio. Apagó los fogones, retiró las arepas y las cortó en seis partes iguales para organizarlas en una bandeja y llevarlas a la mesa.
Estaba empezando a servir el primer plato cuando timbró el citófono. No obstante, no atendió hasta terminar de servirlo como correspondía: suficientes trozos de plátano como para no ver el fondo del recipiente, uno de los cuatro huevos cocidos con la yema aún blanda y la porción de caldo.
Luego contestó.
– ¿Aló? Buenos días Don Aurelio…Si, por favor, que suba.
Colgó. De prisa pero con el cuidado necesario, sirvió un plato idéntico al anterior y lo llevó a la mesa mientras escuchaba la puerta del ascensor. Tomó un par de pizcas de cilantro previamente picado y las usó para decorar cada uno de los platos de caldo.
El timbre sonó. Sintió que el tiempo se detenía. Caminó hasta la puerta y, aun con el delantal puesto, la abrió lentamente hasta llegar a su mirada, que aunque notablemente cansada por el viaje, no dejaba de reflejar alegría. Se abrazaron como si no lo hubieran hecho en años. Hablaron de alguna cosa sin importancia mientras ella dejaba sus maletas y se sentaban en la mesa. El aroma les despertó el apetito. Él se detuvo a ver como ella hundía la cuchara en el plato para dar el primer bocado. Ella cerró los ojos y él pudo percibir la oleada de recuerdos que la invadían. Los abrió nuevamente, lo miró fijamente y con aire divertido atino a decir:
No hay patacones en México. -
* Receta de Pedro Pablo Vega. (Colombia)